martes, 10 de abril de 2018

No es extraño


                        Paul Cézanne y Émile Zola, una amistad hecha película



















Fotograma de la película 'Cézanne y yo' con Guillaume Gallienne (izquierda) interpretando al pintor y Guillaume Canet (derecha) haciendo de Émile Zola. EL MUNDO

Danièle Thompson recrea la amistad que unió, durante casi 40 años, a ambos en Provence
Paul Cézanne cumplió uno de sus sueños en más de una ocasión: pintar la Sainte-Victoire, la cadena de montañas calizas próximas a Aix en Provence, donde nació y en la que pasó buena parte de su infancia con su amigo el escritor Émile Zola. La inmortalizó hasta en 80 ocasiones: unas, desde la comuna El Tholonet; otras, desde las inmediaciones de Bellevue; pasando por las que realizó desde una loma próxima a su estudio en Les Lauves. Y así. Todas ellas distintas y surgidas desde la más absoluta admiración por la pintura, por el arte, por la pasión. La misma que le hizo escudarse de los críticos y acercarse a los impresionistas, sus compañeros de generación. Sólo ellos podían entenderle.
Ni si quiera su padre fue capaz de entrever lo que su hijo esperaba de la vida. Era el mayor de tres hermanos y el ascenso social y profesional de su progenitor le alejó, durante un tiempo, de si mismo. De repente, se convirtieron en una familia acomodada a la que la etiqueta de nuevo rico le hizo un flaco favor entre los demás nobles. Todo ello endureció aún más el carácter del joven pintor que, a pesar de su insistencia, comenzó a estudiar Derecho. Durante este tiempo, no mostró mucho interés por la carrera, sino que dibujaba y escribía poesía. Por lo que, poco después, consiguió la aprobación paterna para abandonar su casa y dirigirse a París, dónde vivía Zola desde que terminaron el bachillerato.
Ambos se conocieron en la escuela cuando tenían en torno a los 12 años y con motivo de una pelea. Por un lado, Zola, huérfano y sin dinero, decidió valerse de la burguesía a la que tanto atacó de joven para dar su gran salto a la literatura. Por otro lado, Cézanne, que venía de una familia adinerada rechazó toda vida social para centrarse únicamente en su obra. Pero sus esfuerzos de juventud fueron en vano, ya que la calidad de sus obras sólo se les reconoció al final de sus vidas.





En el prólogo a sus Novelas ejemplares Cervantes dice claramente que Jáuregui le pintó: "...pues le diera mi retrato el famoso don Juan de Jáurigui" (sic). Esta pintura está perdida. Ha habido un sinfín de intentos de identificar el perdido retrato con alguno que todavía existe, y ha tenido más éxito el que aparece en este artículo, pero ni los historiadores de arte ni los cervantistas aceptan éste u otro como auténtico o documentado.
Fue tan famosa la gran amistad de Jáuregui con Miguel de Cervantes, como su gran enemistad con los escritores Góngora, Lope y Quevedo -quien llegó a escribir contra él en su obra La Perinola-. En el mundo pictórico fue un pintor de gran calidad, algunos incluso comentan que fue más pintor que poeta. Su nombre se asociaba a otros pintores de la época como Pacheco, Céspedes o Mohedano -escritores también y al mismo tiempo-.





Julio Romero de Torres



Su pasión por el flamenco y la temática fundamental de sus cuadros le ha valido hasta hace pocos años un injusto e ignorante concepto localista de su obra. Su dimensión internacional y el impacto mediático del que disfrutó en su época están más que demostrados en documentos y hemerotecas. Apoyado por miembros de la Generación del 98, como Valle Inclán, su obra provocó el rechazo académico, por escandalosa, y el de los pintores modernos, por considerarla alejada de la vanguardia. 

Encuentro de Blasco y Sorolla en la playa







Hans Arp, Tristan Tzara & Richter


Cien años de Dadá, la vanguardia que cambió el siglo XX


Zúrich, febrero de 1916. En el oasis suizo rodeado por la masacre europea, un grupo de artistas y poetas exiliados prende la mecha de una revolución artística y vital en una pequeña e insólita sala de variedades: el Cabaret Voltaire. Aquel rincón fue el semillero improvisado del movimiento Dadá, que quiso fundir vida y arte usando la irracionalidad y la provocación como pegamento. En su ensayo Dadá. El cambio radical del siglo XX, recién editado en España por Anagrama, el profesor de la Universidad de Georgia Jed Rasula narra con profusión de datos y anécdotas la historia de esta corriente que cumple ahora 100 años.



El cabaret fue creado por la pareja de artistas Hugo Ball y Emmy Hanningstras varios meses dando tumbos desde que abandonaron Alemania con pasaportes falsos. Ball puso un anuncio en un periódico local: "Se hace una invitación a los jóvenes artistas de Zúrich para que acudan con sus propuestas y aportaciones sin que importe su orientación particular". La misma noche de la inauguración, preparada a la carrera sin un programa establecido, se dejaron caer por allí dos jóvenes rumanos, Marcel Janco y Tristan Tzara. El primero colgó sus obras de arte en las paredes del local y el segundo se ganó al público leyendo poemas que se sacaba de los bolsillos del abrigo. Así entraron a formar parte del grupo residente de aquellas veladas parecidas a las actuales noches de "micrófono abierto". Luego se unieron el artista Hans Arp, el poeta Richard Huelsenbeck y el pintor y cineasta Hans Richter a la troupe de agitadores en torno a la que pululaban todo tipo de espontáneos.


En una noche cualquiera en el Cabaret Voltaire podían representarse en su diminuto escenario "desde tiernas baladas hasta números que eran únicamente ruido y pataleo", escribe Rasula. Y, entre ambos extremos, poemas recitados simultáneamente en tres idiomas, cánticos folklóricos interpretados con balalaicas por una pandilla de estudiantes rusos, escenas del Ubú rey de Alfred Jarry, sonatas para piano y violonchelo de Saint-Saëns y bailes espasmódicos con máscaras africanas. El experimento duró cinco meses, pero fue el laboratorio de un movimiento que desde aquel cubículo zuriqués se extendió a Europa y a Estados Unidos y cuyos postulados han tenido un enorme eco no sólo en el arte posterior, sino en toda la cultura popular. 






La de Julio Silva (Argentina, 1930) y Julio Cortázar (Ixelles, 1914 - París, 1984) fue una amistad de combate lúdico durante más de tres décadas. Con espíritu infantil calado en la esencia de  cada uno, el escritor y el pintor jugaban box, escribían, pintaban, comían y bebían: “Una relación perfecta de dos amigos, mejor no pudo ser”, define Víctor Poll, editor.
Cofradía de la que da testimonio el propio Cortázar en las cartas que escribió a su amigo cuando andaba fuera de París, ciudad que compartieron. En esta correspondencia el autor de Rayuela abordó igual la edición de un libro en la editorial de Arnaldo Orfila, que el deterioro de su salud.
Las misivas junto con las publicaciones Los discursos de Pinchajeta y Silvalandia –obras que realizaron en colaboración en París– se compilan por primera vez en el libro El último combate. Julio Cortázar-Julio Silva (RM), un homenaje a la genialidad de los artistas quienes supieron hacer de sus travesuras una obra de arte.
El libro, que completa la serie El último round, presenta todas las colaboraciones que realizaron ambos creadores, el texto Un Julio habla del otro en el que Cortázar describe a Silva, y a manera de colofón la entrevista de Saúl Yurkievich a Silva titulada La pluma y la tijera, en la que Yurkievich, íntimo amigo de los dos, indaga en su forma de trabajar.
“El tema del libro, lo que sobrevuela todos los materiales que están reunidos, es la relación de los dos Julios que era una relación de amistad; sobre todo una relación basada en el juego y en una disputa intelectual a base de jugar, muy lúdica al aportar cada uno su obra. El trabajo de los dos básicamente se fundamentaba en ese juego”, comenta en entrevista Poll, quien realizó la edición del ejemplar en España.




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